Estaban pasando la tarde tranquilamente, mientras su madre cosía. Como siempre, dedicaba un rato a coser, realizaba algún arreglo o mejor aún se cosía alguna falda nueva. Era el momento de sentarse, de charlar. Allí estaban las dos, en el patio de la casa, a la sombra del gran naranjo. Era una tarde de verano y había ido a visitarla. Ya se podía estar fuera de la casa porque el fuerte calor de las primeras horas de la tarde había pasado. Entonces ella le preguntó:
- ¿Por qué nunca me enseñaste a coser? A veces te lo pedía. Recuerdo cuando me enseñaste a usar la máquina. Y como no me salía, lo dejamos estar.
- Mira, esta bobina de hilo lleva conmigo gran parte de mi vida. Aunque te contaré que antes de empezar a coser, cuando era pequeña, ya sabes que vivía con mis abuelos. Vivíamos en el campo, no lejos del pueblo. Era una casa de piedra, encalada de blanco. Junto a ella había dos casas más y algunos patios cercados. Vivíamos tres familias. Todos nos conocíamos y nos ayudábamos.
- Ya me lo has contado antes. Y que a veces pasabas miedo por la noche y tu abuelo te decía que fueras valiente.
- Sí , pero yo no quería ser valiente. Quería que mi abuela viniera a la cama conmigo y se quedara hasta que el miedo pasara -le volvió a contar su madre.
Nunca había podido superar sentirse desamparada algunas noches de su infancia. Por eso, cuando alguno de sus hijos sentían miedo de pequeños siempre acudía a consolarlos. Ella pensaba que así se harían valientes, gracias a ella que estaba ahí para protegerlos. No quería que sus hijos se sintieran como ella se había sentido en ocasiones cuando era pequeña.
- Sabes cuando era niña me encantaba ir a la escuela, aprendí a leer, a escribir y muchas otras cosas. Disfrutaba aprendiendo y especialmente disfrutaba por el camino, cuando nos encontrábamos con otros niños y niñas que también iban solos camino del colegio. Era una pequeña escuela rural. En las clases nos juntábamos pequeños y mayores. La maestra nos enseñaba y también algunos niños y niñas enseñaban a otros. Y en el camino de vuelta, nos juntábamos los amigos y jugábamos y reíamos. Recuerdo el invierno, los almendros en flor, con sus colores blancos y rosados. Eran momentos de libertad, para jugar y para compartir noticias y confidencias.
- ¿Hasta cuando viviste con tus abuelos?
- Cuando cumplí once años, mis padres decidieron que volviera con ellos a su casa. Dejé la casa de mis abuelos con quienes había pasado la mayor parte de mi vida hasta entonces y volví con mis padres y mis dos hermanos al pueblo. Al principio me costó adaptarme. Apenas conocía a mi hermana y mi hermano. Atrás quedaron la escuela, mis amigos, mis vecinos y mi maestra y ya no volví a estudiar aunque había sido una buena estudiante.
- Pero si tu querías estudiar ¿por qué no le dijiste a tus padres que querías seguir yendo a la escuela?
- Sí lo hice. Aunque en aquellos tiempos los padres pensaban que las niñas debían ayudar en la casa y aprender un oficio útil, Así que me llevaron a un taller de costura. Allí trabajaban una jóvenes costureras a cargo de Maruja “La modista”. ¿Te acuerdas de ella? -le preguntó su madre.
- Claro que la recuerdo.
- Entonces Maruja era una mujer joven y guapa, aunque muy seria. Ella era la que enseñaba a las demás a hilvanar, sacar patrones, hacer las pruebas de los vestidos.
- Sí recuerdo que antes pasabas muchas tardes allí, cosiendo.
- Sí, aunque lo que te cuento fue mucho antes de que tu nacieras. Pasábamos las tardes cosiendo y hablando. Compartíamos nuestras preocupaciones, nuestras ilusiones y nuestras vidas. Cada tarde aprendía a disfrutar las pequeñas cosas de la vida, lo que se va tejiendo cada día: la confianza, la amistad, el compartir secretos , los consejos de personas más sabias. Recuerdo aquellas tardes cuando alguna de nosotras celebraba su cumpleaños, el olor de las cocas de María.
- Y todas aquellas mujeres allí reunidas. Algunas mayores que otras y tan diferentes que erais- recordaba su hija.
- Así es, cuando yo empecé en el taller, algunas ya estaban casadas. Iban al taller a aprender y a ayudar a confeccionar los vestidos de novia que allí se encargaban. El taller era conocido por sus vestidos de novia y hasta tenían encargos de novias de la capital.
- ¿Y ese fue tu trabajo durante aquel tiempo?
- No exactamente. Allí aprendí a coser que es un oficio. Sin embargo, aunque Maruja cobraba por sus encargos, nosotras colaborábamos a cambio de que ella nos cortara patrones y nos enseñara. Digamos que hacíamos un intercambio de trabajo. Me gustó aprender a coser, pero siempre eché de menos la escuela. Pensé que si hubiese tenido la oportunidad de estudiar, hubiera querido ser maestra como tú. Hubiera preferido tener una tiza entre las manos para poder tejer palabras en las pizarras. Pero mi vida cambió la tiza por una bobina de hilo que tejió sueños y amistades durante muchas tardes de costura. Así fue. Y si todavía quieres, algún día te enseñaré a coser...
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