jueves, 8 de mayo de 2014

Relato "La pinada" de Raúl Jiménez (Certamen VI Aniversario)

Era una residencia enorme, con amplios y altos ventanales. Aquel edificio tenía un gemelo idéntico, situado a no más de un kilómetro. Pero mientras éste era usado como asilo, su hermano cumplía el cometido de un orfanato. 

A los huéspedes de un centro y otro les era permitido el pasear por la arboleda que los separaba, y era frecuente y lógico por tanto que ancianos y niños se cruzasen. Lo curioso, es que no se dirigiesen la palabra. Existía entre ellos una rivalidad antigua, que era heredada por cada nuevo huésped.

Para los viejos, los críos eran ruidosos y crueles con los animales. Pues a menudo chillaban a pleno pulmón, ponían trampas a las ardillas y derribaban a pedradas los nidos. Los niños, por su parte, detestaban también a los ancianos, a los que consideraban sucios y abusones por apestar sus ropas a sudor rancio y a orina y porque no era raro que se sacasen la chorra y measen en los palees abandonados que ellos usaban para levantar sus precarias cabañas. Se comentaba incluso que un abuelo, movido sólo por el deseo de espantar a los niños de aquella pinada, había dejado una bolsa de golosinas rociada con veneno para ratas. Aunque esto último era un rumor, tan irreal seguramente como aquel en el que se acusaba a los huérfanos de haber ahorcado a una gata preñada, utilizándola después como diana.

En fin, fuera como fuese, el caso es que muy pocos eran los que se atrevían a internarse solos en la arboleda. Niños y viejos entraban casi siempre en grupo, y a menudo lo hacían armados.  Estos con gruesos garrotes, aquellos con eficaces tirachinas.

Los directores de ambos centros sabían de estas cosas, pero como la sangre no llegaba nunca al río, y consideraban con acierto que era todo en realidad una especie de juego inocente, que mantenía entretenidos a unos y otros, y que ayudaba a estrechar los lazos y alimentar la camaradería entre iguales, hacían la vista gorda. 

Sin embargo, tal y como han intuido ya los más perspicaces, algo vino a barrer la tensa convivencia de niños y viejos. De lo contrario, no estaría aquí hablándoles del descuidado pinar que separaba ambos edificios.  Un día, digo,  se encontraron en uno de los claros de la pinada, un viejo y un niño. El abuelo llevaba un garrote oscuro del que colgaban largas cintas de esparadrapo, el crío una espada de madera. No era aquel un encuentro casual. Ambos habían acordado reunirse allí, a esa hora precisamente, para resolver a palos sus diferencias. De aquel encuentro, regresaría uno victorioso, y a su grupo pertenecería en adelante el pinar. Los dos que allí se encontraban eran por tanto los más atléticos, valientes y vigorosos ejemplares de sus respectivas tribus. El anciano tenía el pelo blanco, y tanto su frente como su mandíbula estaban atravesadas por gruesas arrugas, pero sus manos y piernas eran todavía firmes y musculosas. En cuanto al niño, resultaba evidente su juventud por el rosáceo colorido de sus mofletes y por la expresión a medio cocer de sus ojos,  pero su estatura y su peso eran ya los de un adulto. En rigor, podría afirmarse que no era aquella una batalla desigual, pese a que ambos contrincantes distasen mucho de parecerse. Las virtudes de uno resultaban ser precisamente los puntos flacos del adversario. De tal manera estaba igualada la batalla, que durante toda la tarde estuvieron los dos desgraciados intercambiando golpes, y, cuando el sol bajó por fin, ambos cayeron muertos al suelo. Como no pudo regresar por tanto ninguno de los dos, intuyeron los de un lado y los del otro que habían perdido el derecho a pisar la pinada, y ni unos ni otros la pisaron en adelante. 

Hoy, ya nadie se cruza con nadie. Los viejos tratan con los viejos, los niños tratan con los niños. Ni siquiera se acuerdan de odiarse. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario