Las lágrimas volvieron a empaparla. Ya estaba acostumbrada. Hacía tiempo que había desistido de cambiar de palabra, incluso de libro para desaparecer de aquella sección. Había optado por aprovechar el tiempo empezando a estudiar aquel líquido que los humanos dejaban caer con tanta ligereza sobre el papel. Comprobó que la transparencia y salinidad variaba de persona a persona y del estado de ánimo del momento. Cuando las lágrimas eran de alegría, su nitidez era absoluta, incluso podía percibir un punto de dulzor que contrastaba con el salado habitual. Como ocurrió con Eva. La última vez que la vio fue para leer el párrafo y darle las gracias. Por fin había conseguido el gran amor de su vida, y aunque la sigue viendo por la librería, ahora sólo visita la sección de novela negra.
Las de tristeza eran las que habitualmente recibía. Las que peor le sentaban. Hombres y mujeres por igual, las dejaban caer sin consuelo empapándola una y otra vez. Comprobó que el otoño era la peor época. En primavera y verano todo se veía de color claro. Hasta finales de septiembre en que, al mismo tiempo que las hojas caían de los árboles como de si de un suicidio se tratara, el amor se desvanecía entre el viento y la lluvia. Aún recuerdo las de José. Siempre que venía a la librería, pasaba por mi sección y le echaba un vistazo al párrafo con la esperanza de que algún día se hicieran realidad sus sueños encontrando a la mujer deseada. Y lo consiguió. A principios de marzo vino a despedirse de mí con una sonrisa en los labios. A finales de octubre recuperé sus visitas y sus lágrimas. Ella terminó siendo de clase alta, y lo que él considero el amor de su vida, para los padres de ella sólo era un amor interesado. Así que José recuperó la costumbre de visitarme todas las semanas para dejarme empapada de nuevo.
Pero las que la habían empapado hoy eran desconcertantes. Sólo las había sentido una vez más. Apenas se podía ver a través de ellas, la sal estaba tan presente que no dejaba pasar la luz de la lámpara que se encontraba sobre la estantería. Y aquel sabor metálico le hubiera erizado todo el vello del cuerpo… si lo tuviera. Se podía adivinar el odio y el rencor royéndole hasta lo más profundo. Incluso lo percibía a través de la presión que ejercía sobre las tapas del libro. Rosa… recordó. Dejó al amor de su vida por aquel petimetre con el que sus padres le obligaron a casarse en aras de la clase social. Una bestia sin sentimientos que la maltrataba física y sicológicamente. Hoy había vuelto para leer una vez más el párrafo. Pero la “a” adivinó que ya no habrían mas visitas. Cuando Rosa dejó el ejemplar de “Cumbres Borrascosas” en la estantería, acarició con la misma mano el revólver que tenía en el bolso. Esa noche, sería la última vez que le pondría la mano encima.
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