martes, 6 de mayo de 2014

Relato "La nube negra" de Iván Escoda (Certamen VI Aniversario)

Aquella noche, Alejandra Velasco tan sólo quería hacer el amor con su novio de tres semanas en un lugar oscuro y apartado. El coche les llevó hasta donde la carretera les dejó llegar, hasta donde comenzaba el bosque. Bosque que delimitaba el término entre San Vicente del Raspeig y San Juan pueblo. La calurosa noche les hizo salir del coche en un arrebato y revolcarse sobre el césped, iluminados por la luz de la media luna. Lo de quedarse dormidos no estaba planeado, pero la euforia y el alcohol los dejaron knock out después del segundo asalto. 

Al amanecer, el sol, como muchas veces ocurre, hizo de despertador y un afilado rayo de luz provocó que Alejandra abriera los ojos. La maniobra de levantar por completo los párpados le costó en un primer momento tanto como tratar de levantar el inmenso portón metálico de un taller de coches sin ayuda alguna. Vestida tan sólo por un tanga y el esmalte rojo de sus uñas, trató de incorporarse mientras ordenaba sus ideas para descubrir dónde demonios estaba. En pocos segundos, fue consciente de que se había quedado dormida al aire libre pero lo que no terminaba de entender era la razón por la que estaba sola. Tras girar la cabeza a izquierda y derecha, no sin cierto dolor cortesía del improvisado lecho, descubrió desde su posición aún sedente que Gustavo (a ella le gustaba llamarle Gus, un joven profesor de bachiller que impartía clases en un colegio religioso) estaba unos diez metros más allá tumbado boca abajo. La chica esbozó una ligera sonrisa pues le hizo gracia lo mucho que había tenido que moverse aquella noche Gus como para terminar alejado de ella varios metros. No sin esfuerzo, la muchacha se levantó y aprovechó el pequeño trayecto hasta su novio para frotarse ligeramente los pechos a modo de desperece matutino. 

-¡Eh, dormilón!- dijo ella, dando un suave puntapié (casi sexi) con su pie descalzo sobre el torso de su novio. 

El tipo ni se inmutó. 

-Gus- dijo Alejandra, flexionando sus rodillas y moviendo ligeramente el cuerpo de su novio con las dos manos-, nos hemos dormido. Será mejor que volvamos al pueblo. 

Fue en ese momento cuando vio que la camisa blanca de él estaba manchada, pero no únicamente del verdor que deja un restregón de césped, estaba manchada de sangre.

 -¿Gus?- preguntó ella, en un tono de incertidumbre que anunciaba que la cosa podía ir in crescendo. 

La coordinación de sus manos surtió efecto y el cuerpo se giró, mostrando un rostro cuyos ojos habían sido arrancados y donde las cuencas oculares parecían diminutas fuentes por las que manaba sangre. La cara había perdido la tonalidad humana y de la boca abierta por el rigor mortis colgaba una lengua gruesa y amoratada. El hombre con el que tan sólo unas horas atrás había estado haciendo el amor, ahora no era más que un despojo. 

Alejandra gritó y fue en ese momento cuando la percepción de la realidad pareció cambiar, como si alguien desde el sofá de casa le estuviera dando al botón de la cámara rápida de su mando a distancia. La chica, presa de un instinto de supervivencia, corrió hacia el coche sin volver la vista atrás. Adrenalina y náuseas, indivisibles, se habían apoderado de ella. Lo primero que vio en su alocada carrera fue que la luna trasera del ford de segunda mano estaba rota y presentaba un enorme boquete, pero su mente dejó ese dato en un segundo plano pues no era momento de averiguar qué había provocado la rotura de un cristal que la noche anterior estaba impecable. 

Tras subir al coche lo arrancó a la primera ya que las llaves seguían puestas, aún así no salió a toda velocidad en el primer instante pues no le hubiera servido de nada. Había algo en el asiento de atrás. Alejandra escuchó un ruido que le hizo girarse con la lentitud que le permitía el miedo insuperable. Era como un gorgoteo emitido por algo vivo que venía acompañado de un movimiento antinatural. Después, un batir de alas antes de que todo terminase. El grito de la chica se pudo oír por todo el bosque. Desafortunadamente, no había nadie para escuchar.

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